Una oveja no lamenta la muerte del hijo de una cabra

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Dios no es capaz de cambiar el mundo, padre Tomeo, lo cambian los seísmos, la hambruna y las guerras. De vez en cuando, en mitad de la manzana podrida surge uno de esos tipejos, aquejados de mesianismo, que sabe a pies juntillas que cualquier idea es más aguda, y cala mejor en las mentes, si se propaga a punta de escopeta. ¿Le vale a usted un Dios con un fusil AK-47, y tenga la dignidad metida en un bolsillo junto a un par de granadas? Yo vengo del mismísimo infierno, padre, y quiero contárselo todo. Mataron a mi madre en Acholi, me secuestraron cuando sólo tenía doce años; y me convirtieron en una niña soldado, en una esclava del putiferio castrense, en una vieja que tuvo que aprender a masticar el llanto para que me dejara en la lengua ese sabor a espina ácida y salitre. Comencé a aprender que en este nuevo oficio de puta, soldado y niña anciana, podía ir labrando con tesón el fracaso hasta convertirlo en un auténtico logro, como sucede con esos gusanos que danzan en los ojos de los muertos, y con cuyo repugnante detrito se abonan las tumbas donde brota luego la hierba más verde. Tenía que ejercitarme en el arte de no sentir piedad por nadie, esforzarme en escupir sobre el tedio, instruirme en arrancarles con los dientes las alas a las mariposas, y el gañote a las serpientes.

Ahora, padre Tomeo, todo es como un vértigo que me empuja hacia atrás, sin dejarme siquiera la posibilidad de utilizar el llanto, el rencor o el orgullo; la desesperanza y el cansancio han ido ahuesando mi cuerpo hasta convertirme en un ser que tiene que aprender de nuevo a escuchar, a querer, a pensar sin el desgarro de lo vivido.

Aún recuerdo mis primeros días entre los hombres de Kony, el loco que se ha erigido como líder en esta parte de Uganda, para dar rienda suelta a todas las aberraciones que se le meten en su divina sesera. A todas las niñas recién llegadas nos encerraron en un apestoso barracón, donde permanecimos casi una semana comiendo mendrugos de pan y bebiendo agua sucia. A veces golpeaba yo la pared con los puños apretados, e intentaba anegar en lágrimas aquel lento crepúsculo que subía desde una hondura desconocida, y que terminaba por cegarme la conciencia. Era el miedo, miedo al hambre y la miseria, miedo a estar sin mi madre a la que llamaba con desesperación. Las otras niñas intentaban consolarme de la misma manera que hacía yo cuando ellas sucumbían. Zulipa, la mayor, fabricó una muñeca con un pedazo de papel de periódico y un trozo de tela que encontró en el barracón. A menudo metía la mano bajo el vestido y la marioneta sin risa, con la voz llena de entusiasmo, nos contaba que pronto seríamos rescatadas y volveríamos a la aldea. Subsistir consistía en oír cada día a la muñeca para creernos que era verdad todo lo que decía. Pero llegó el momento en que empezamos a entender que nuestro destino había cambiado para siempre, y en nada coincidía con el discurso de la muñeca de la que sólo era cierta aquella boca mal pintada, desencajada y sin sonrisa.

Al séptimo día apareció de nuevo en el barracón la desagradable Kabimba alta, huesuda y sucia, mostrando el flaco espantajo de un cuerpo castigado, el rostro ajado que la luz del farolillo demacraba en hondas sombras. Con un gesto rápido desabrochó varios botones de su triste vestido e introdujo la llave de la puerta en su fláccido seno, mostrando un hondo escote reseco y escamoso, en el que ya no palpitaban, ni siquiera mal reprimidas, las emociones. Nos dijo de nuevo que teníamos que aprender a ser fuertes, que en el campamento las lágrimas sólo servirían de condimento para el whisky de los hombres, y que a partir de aquel momento habría cosas de las que ocuparse mucho más importantes que las lamentaciones, el baboseo, o las rogativas. Acababa de entrar en un universo disparatado y sangriento en el que la vida se tenía como una mala costumbre, la ilusión como un desperdicio, y la muerte como una deplorable y analgésica malformación del sueño.

Kabimba nos sacó a empellones del barracón y nos llevó junto a un grupo de soldados que acampaban junto a una hoguera. Había llegado la noche y bebían como cosacos. Un balazo hacía fuente de una bota añeja; una tina estrellada contra el suelo festejaba una apuesta de forzudos; las botellas de whisky y coñac eran sorbidas, tragadas y escupidas por aquellos hombres que no podían ya reunir la tenacidad que se requiere para mantener al menos un ápice de afectividad o ternura. Kabimba nos alineó para que fuésemos elegidas. Estábamos ante un puñado de soldados borrachos y nauseabundos, que al seleccionarnos, rozaban sin remordimiento y sin pudor alguno, el rasero humano más aborrecible.

Yo fui elegida por el Flaco, un joven de apenas dieciséis años, que apodaban así por su porte huesudo, casi esquelético. Tenía la mirada fría, irónica, y el labio inferior grueso, colgante, con algo puramente obsceno. Todo él me hacía pensar en un ser sucio y libertino, empecé a sentir un tremebundo asco desde que me agarró de la mano, y me condujo hasta una pequeña tienda de campaña. Me tumbó sobre una manta raída. Me arrancó con violencia el vestido, y comenzó a lamerme los pechos impúberes sujetándome los brazos con fuerza. Sobre mí cayó una brutal suerte de zarpazos que me abrieron la carne. Vomitaba saliva en mis labios, sacudido por los efluvios del alcohol, y se sucedían las embestidas que me iban desgarrando por dentro. El Flaco tocaba mi piel asustada, notaba el olor a sangre y barro que le estarían llenando la memoria con el recuerdo de noches anteriores en que yació con otras niñas, ésas que ya tenían los mismos rasgos de vieja triste y abúlica que yo iba adquiriendo detrás de cada espasmo, detrás de cada blasfemia susurrada como un salmo en los oídos. Comencé a instalarme en un vacío infinito, sentí una herida larga por las piernas, un peso enorme de abandono, y, al fondo, un Dios que se me iba haciendo cada vez más borroso e invisible, padre Tomeo. Tan sólo unas horas antes yo creía en el Omnipotente, y estaba convencida de que aunque en un arrebato me estampase un golpe en el estómago lo aceptaría sin rechistar; tenía una fe ciega en Dios, y pensaba que si llegaba ese revés sería uno de esos puñetazos que sólo se les propina a los mejores amigos. Pero después de que el Flaco me violara, asistía como si fuera espectadora de mí misma a la aniquilación de mis creencias, se borró la palabra fe de la pizarra donde estaban escritos todos los nombres.

Aún puedo escuchar, como entonces, el sonido del alba ascendiendo despacio como una lepra, las pisadas recias de los soldados, el jadeo adocenado del Flaco; aún puedo ver el color del sol cuando lo apedreaba el militar de turno, la cal rojiza de los barracones, el ocre pisoteado de la tierra sin poder librarse del aspecto de zarabanda triste que le quedaba tras las fiestas nocturnas del campamento. Me sentía como si estuviera dentro de una película borrosa, insobornable, asistiendo a la función de mi vida como testigo mudo e inconfundible del puzle hecho miedo, hecho desesperanza, hecho hábito sin remedio.

Aún, padre Tomeo, tengo en mi cabeza las palabras del Flaco cuando me puso por primera vez un fusil en las manos “Te enseñaré a manejarlo, y dispararás contra el enemigo. Aquí no te van a servir las llantinas de niña cursi, tienes que echarle cojones. Si no matas, te matarán, yo mismo me encargaré de volarte la tapa de los sesos, muñeca. Tómate este caramelito te ayudará” Desde aquel día no me faltaron los “caramelitos” que eran sustancias estupefacientes, ni tampoco el alcohol de las botellas que El Flaco traía a nuestra tienda de campaña. El muchacho me había asegurado cientos de veces que la ingesta de aquellos productos era lo que me haría sobrevivir. Entonces supe que él también había sido vendido a Kony por su padre cuando sólo tenía siete años, y que de inmediato se dio cuenta de que la infancia había sido un periodo corto de tiempo que había desembocado en la cruda sensatez de la guerrilla paramilitar. El Flaco era, como luego lo fui yo, uno de esos seres que carecen de todo, hasta de sonrisa. Sus ojos, hundidos como él mismo, miraban con temor a los demás, con desconfianza. Se escondía detrás de un semblante inexpresivo para no destacar entre los soldados, o quizá para no ver la culpabilidad de todos los crímenes que le habían obligado a cometer. Cuando llegaba la noche, y yacía a mi lado era como una fiera perseguida, desconfiada, en busca de un cubil cualquiera donde esconder sus vergüenzas.

Entretanto yo hacía progresos con el fusil día a día. Día a día me iba vaciando de amor e inocencia. Día a día iba adquiriendo ese olor a perra enferma que gastan las desheredadas. Día a día fluía por el fondo de mis ojos ese río turbio que empaña el azul de los sueños. Día a día me iba despojando de la necesidad de escuchar promesas en boca de otras niñas. Día a día recurría a la blasfemia, al odio, y al desafecto como únicos recursos de mi existencia. Y por fin entendí aquel proverbio de Los Acholi mi pueblo, que dice: “Una oveja no lamenta la muerte del hijo de una cabra”

Yo, Rebecca Oguengue, me convertí en otra que tenía mi mismo nombre, mi misma voz, mis mismas manos, en otra que tuvo guaridas de garras y colmillos en las entrañas, un Caín escondido en cada impulso, un trampero cabalgando por la sangre. Cada día me parecía más a la vieja Kabimba, que había pasado más de veinte años en los campamentos paramilitares. Igual que ella comprendí que una ilusión tan sólo era la tregua fácil que antecede a una inevitable caída.

Mientras estuve a las órdenes de Kony hacía como que me sentía orgullosa de pertenecer al Ejército de Resistencia del Señor. Tomaba “caramelitos” para hacerme fuerte, bebía para olvidar toda aquella farsa. Cuando atacábamos apuntaba con el fusil a todo lo que se moviera en el bando contrario, tenía que disparar o me asesinaban, no había otra opción. Pasé tres largos años reclutada en las filas del LRA. Asistí a la muerte de muchas otras niñas y niños, también reclutados. Pasé por el lecho de más de un centenar de soldados, y se me fue quedando en la piel el tacto de todas aquellas manos ásperas y violentas. Me sentí sola en mitad del mundo, descalza y sin madre; preguntándome, en momentos de tristeza infinita, si merecía la pena seguir adelante atiborrándome la boca de trapos para callar los gritos; preguntándome si merecía la pena pasar los días, meses y hasta años devorando el aliento que trabajosamente fabricaba; si era necesario seguir soportando el dolor de existir; si tenía que continuar las horas llevando en los ojos la mirada de mi propio cadáver. Solo los muertos no ríen, padre Tomeo, sólo aman, desde su atronador silencio que tampoco oímos. Le juro, padre, que no me faltaron ganas de dispararme en el corazón, y a punto estuve de conseguirlo si el Flaco no me hubiera descubierto. Desde entonces me tuvo vigilada. Durante el último año que permanecí en el campamento el Flaco, que se había convertido en el favorito de Kony por haber asesinado a un enemigo que durante años perseguía, no permitió que ningún hombre yaciera conmigo más que él. Incluso llegó a confesarme que me amaba, que había empezado a quererme desde la primera vez que me vio. El Flaco me escribió en una cuartilla que aún conservo estas líneas:

“Tu nombre, Rebecca, borra el mío, aquel tan triste y lacerado que me pusieron al llegar aquí y que tú has hecho de nuevo, el nombre al que tú le diste un sentido distinto, y que yo quise bebiéndolo en tu boca. Me gusta perderme en el fondo de tus ojos que está ofreciéndome su dibujo de párpados y lluvia. Tú eres quien va llevándome a no importa qué sitio, porque al amar de nuevo se tiene vida para jugar de nuevo otra partida con las cartas marcadas en la mano. Si tengo que morir permíteme hacerlo abrazado a tu cuerpo prieto, ceñido por tus brazos jóvenes, abrasado de ser y respirando tu olor a mujer y a violetas. Te amo, Rebecca. Te ayudaré a escapar, lo prometo.”

El Flaco puso la nota en la tienda de campaña, escondida en el forro del cojín mugriento que nos servía de almohada. Siempre me había dicho que cuando tuviera algo importante que decirme depositaría allí sus mensajes, hacerlo de viva voz nos exponía a ser oídos por alguno de aquellos soldados espías que siempre estaban al acecho. Cuando leí sus palabras mi alma estaba ya encallecida, yo era una mujer de quince años que había envejecido mucho, el amor agotaba en mi mente toda su posibilidad, ni siquiera era capaz de quererme a mí misma, no encontraba espacio donde esconder ya tantas cicatrices del alma, tanto cansancio, tanta inútil osadía. Iba a contestar su mensaje con otro que pusiera: “¡Basta de que te borren nombre y apellido, basta de que no puedas decir hijos de puta, basta de tocar las manos frías de las niñas muertas!” Pero justo cuando iba a ponerme a escribir sufrí un desmayo, y la vieja Kabimba vino a verme. “Estás embarazada, Kony tendrá un nuevo soldado” me espetó con la voz roída por la displicencia. Ella era la comadrona del campamento, y estaba acostumbrada a repetir aquella frase a todas las niñas preñadas, con una dureza tal que daban ganas de limpiarle la voz con amoníaco y la conciencia con ácido sulfúrico.

Desde que supe que iba a tener un hijo, padre Tomeo, el sentido de mi vida cambió, ahora quería luchar con uñas y dientes por aquel niño que llevaba en el vientre y por el que realmente valía la pena seguir existiendo. No sabía si contárselo al Flaco, pensaba incluso que me mataría cuando se enterara, pero tarde o temprano lo sabría, y tenía que asumir el riesgo. En una nota le escribí que estaba embarazada, y que esperaba su ayuda para escapar. Insistía en que deseaba con todas mis fuerzas que nuestro hijo naciera libre, lejos de aquel lugar, alejado para siempre de la miseria, el dolor y el sufrimiento. El Flaco me anunció que aquella misma noche me conduciría a un sitio seguro. Caminamos durante más de cinco horas por mitad de la selva, que él conocía como la palma de su mano, y que para la mayoría era un laberinto inexpugnable. De hecho siempre que se planeaba un ataque, era él quién recorría los senderos y trazaba el mapa por donde luego marchaban los hombres de Kony. El Flaco me dejó en el terreno de las misiones salesianas, y me pidió que hablara con usted, padre Tomeo. Yo le he contado lo que ha sido mi vida, mientras he sido prisionera, y sólo me queda pedirle que me envíe a Europa con el resto de niñas y niños soldados que usted ha rescatado. Deme la oportunidad de aprender a sentir piedad por mis semejantes, deme la posibilidad de levantar la esperanza sobre todas las piedras que me lanzó la vida, déjeme amar a mi hijo para que comience a creer que también Dios es capaz de cambiar el mundo, déjeme cultivar este nuevo tiempo que me habita.

Josefina Solano Maldonado