La Cajita de Música

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Las dos miramos la muñeca que tiene un tutú de gasa, aunque la parte superior de su traje está pintada en blanco sobre su piel de madera. La muñeca giraba incansable, digo, pero ella no se mareaba. Sin embargo yo, al imitarla, me había desvanecido en la octava vuelta. Creía que era una buena marca, porque Águeda, mi prima, me había contado que ella no había pasado de seis. Te la dejo sólo unos días, me había dicho Águeda tras semanas de súplicas. ¿La cuidarás bien? Águeda me dijo que se llamaba Engracia, Engracia de Dios, como aquella joven de la que se decía que había bailado delante de Napoleón. Lo hizo descalza y el mismísimo emperador, hechizado, le había regalado unos botines de puntera de oro. A cambio de la caja de música, Águeda me había pedido el búho del abuelo. El búho disecado había vivido en el desván más de treinta años, y el viejo le tenía más cariño que a la mayor parte de las personas. Nadie me ha escuchado como él, decía. Águeda sujetó entre los brazos el pájaro con una mezcla de asco y fascinación. Los ojos del bicho eran unas canicas de cristal de color miel que dotaban al búho de una gran expresividad. En ese momento, eran las tres y cincuenta y dos, sonaron las campanas de Santa María. Sabía lo que eso significaba. El vigilante del monte Kosnoaga avisaba mediante banderas rojas cuando advertía algún peligro. El segundo vigilante, apostado en el campanario de la iglesia, tocaba entonces a rebato. En ese momento sonaron también las sirenas de algunas de las fábricas. Era lunes, 26 de abril de 1937. Era día de feria y, aunque el alcalde la había suspendido, mi madre había ido al mercado. Quería comprar algunas cosas difíciles de encontrar en las tiendas. Yo no la había acompañado a causa de la fiebre que me había hecho permanecer en cama el día anterior. Quédate tranquila y espera a que venga tu padre, me había dicho. Él trabajaba en la estación del tren, aunque cada vez pasaban menos trenes, y solía volver a casa a primera hora de la tarde. De mi hermano Anselmo nadie decía nada; se había ido con otros soldados hacía unos meses. En casa ya no se pronunciaba su nombre porque a mi madre le dolía el corazón cada vez que pensaba en él. Yo no podía ver el corazón de mi ama, pero sí el temblor de su labio inferior que no presagiaba nada bueno. Observé la muñeca compungida. ¿Qué hacemos?, le pregunté. La campana me estaba volviendo loca. La muñeca dio una vuelta más con sus brazos estirados hacia el cielo.

Había cinco refugios públicos en el pueblo, sin contar con otros privados, en su mayor parte construidos tras el bombardeo de Durango un mes antes. También estaba el caserío de los abuelos, donde sería más fácil cobijarse. Para llegar al caserío podía dar un rodeo al pueblo, pero decidí cruzarlo. Quizás encontrara así a mi madre, o a mi padre. Además no tenía que tener miedo; Águeda me había dicho que la caja de música era mágica. Si la tenías contigo no te podía pasar nada. Sosteniendo la caja contra el pecho, corrí hacia el centro del pueblo. En las calles había un gran alboroto y sólo veía rostros desencajados. Pim, pam, pim, pam, gritaba Lisardo, el loco, que se había bajado los pantalones. Nadie le hacía caso. Me crucé con algunos caseros que empujaban sus mulas. Alguien arrastraba un colchón, detrás de unas mujeres que corrían llevando a niños pequeños en sus brazos. Me dirigí al mercado, esquivando a unos y a otros. Alguien me empujó y estuve a punto de caer. Entonces sentí que me agarraban del hombro. ¿Dónde vas? Era mi tía Josefina. La preocupación afeaba su rostro, parecía más vieja. ¿Has visto a mi madre? Josefina, sin contestarme, tiró de mi brazo. ¡Suéltame!, protesté. Josefina me cogió con fuerza y me obligó a seguirla. ¡Ay, tía! ¿Se puede saber que llevas ahí?, me preguntó la mujer señalando la cajita. Enfadada, no le contesté. La campana seguía emitiendo su grito de metal cuando llegaron los primeros aviones. Luego supe que fueron un Donier DO 17 alemán y tres Savoias SM 79 italianos, los cuales empezaron por bombardear la carretera y el puente. Luego leí mucho sobre lo que pasó ese día, porque quería saber qué había ocurrido, y sobre todo por qué había sucedido algo así, pero ni una biblioteca entera podría explicar algo que no tiene sentido alguno. Yo y mi tía corrimos hacia el refugio de la calle Santa María. A pesar de que todavía estaba en construcción, la gente se agolpaba en su interior. No distinguía bien las sombras del fondo, pero escuchaba los susurros y llantos de los niños pequeños. No pasa nada, dijo un hombre alzando la voz. Yo le conocía; era Altuna, el panadero. No atacarán a civiles, añadió. Civiles, pensé. Nunca antes había escuchado esa palabra. ¿Éramos nosotros civiles? Nadie dijo nada, pero todos pensábamos en lo sucedido en Durango. Quise creer a ese hombre, creer que él, que hacía el mejor pan del pueblo, también entendía de ataques aéreos y de guerras. Pero entonces volvieron las explosiones. Diecinueves aviones JV – 52 alemanes lanzaron su carga explosiva e incendiaria sobre el pueblo. Alguien gritó que una bomba había destrozado la iglesia de San Juan. Imaginé las estatuas en el suelo, con los miembros rotos y los rostros descascarillados. El suelo temblaba tras cada explosión. El suelo, y los muros del refugio, y los cuerpos que se amontonaban en aquel espacio. La onda expansiva lo sacudía todo. Permanecí acurrucada en el suelo, con la caja sobre las rodillas y las manos cubriendo mi cabeza. El tiempo pasaba, un tiempo pesado, hecho de miedo y tristeza. ¿Estoy muerta? Me preguntaba. ¿Me he muerto ya? El estruendo no cesaba, al igual que los gritos. Alguien pedía ayuda en el exterior. Había gente atrapada entre los escombros. Había futuros muertos arrastrándose por las esquinas. ¡Vamos!, me dijo Josefina. Yo no quería salir de allí. Tenemos que irnos, me gritó. Antes de darme cuenta, corría detrás de mi tía hacia la salida del pueblo. El fuego y los cascotes de las casas derruidas nos dificultaban el paso. Vi los cuerpos en el suelo; una mujer con la falda levantada mostraba sus piernas muy blancas. El rostro de la niña me mira aterrorizado, pero quiere seguir escuchando. Fue entonces cuando la bomba cayó sobre el refugio en el que habíamos permanecido hasta poco antes. El refugio atestado de gente en el que estaba Altuna, y un niño que guardaba un diente que se le había caído en el pañuelo, y una mujer que sostenía a un bebé contra su pecho, que le hacía engancharse de su pezón para consolarlo. Os salvasteis por los pelos, dice la niña, y yo asiento mientras sigo hablando. Había gente escondida en el cementerio. También vimos sombras que se movían en los pinares. Las voces y los lamentos que provenían del pueblo se confundían con el fragor de los estallidos y el quejido de la madera de las casas que se derrumbaban. Seguían llegando aviones, o eran los mismos que sobrevolaban una y otra vez el pueblo. Pero ahora además de bombardear, también disparaban. No mires, insistió Josefina. Pero yo no podía andar con los ojos cerrados y sí, miraba hacia atrás y sólo veía llamas. Intentaba saber si mi casa se había salvado. Y la escuela. Y la fábrica de armas. ¡Te he dicho que no mires!, me regañó Josefina. La mano de la mujer apretaba con fuerza mi muñeca. Me hacía daño. Ascendíamos la cuesta con rapidez; el sudor me corría por la espalda. ¡Reza!, me ordenó Josefina. Y me puse a rezar, porque ahí estaban de nuevo los aviones. Los más grandes volaban alto y dejaban caer las bombas que desde lejos parecían pequeñas e inofensivas. Los aviones más pequeños volaban bajo y, traca, traca, traca, traca, traca, vaciaban sus ametralladoras sobre las calles de mi pueblo. Traca, traca, traca, traca, dice la niña muy bajito. El ruido era infernal. Traca, traca, traca. Hasta que cesó, le digo. Cesó. Por fin. Miré hacia atrás, pero sólo se veían unas nubes de humo oscuras, horribles. Nos sentamos agotadas, necesitábamos un descanso. Ya ha pasado, me dijo Josefina para consolarme. ¿Dónde estarán todos?, le pregunté angustiada. A salvo, no te preocupes, me contestó mi tía, pero la expresión de su rostro era tan severa que no logró animarme. ¡Dios mío! ¡Otra vez! Josefina se había levantado de un salto y escrutaba el cielo. Su buen oído había detectado ya el zumbido mortífero de los aviones. El descanso había sido breve. Los que se acercaban eran cinco Cazas Fiat y cinco Messerschmidt BF-109, preparados para ametrallar la población que había en el pueblo y alrededores. ¡Habías dicho que ya había acabado!, grité enfadada. ¡Habías dicho que ya había acabado!, quiere decirle también la niña, que me escucha atentamente, a Josefina. ¡Continuemos! ¡El caserío está cerca! Al levantarme, la caja de música que había sostenido hasta el momento con firmeza, se me cayó de la mano. Josefina volvía a tirar de mí, y nos alejábamos a gran velocidad. Llamé la atención de mi tía, pero ella me ignoró sin miramientos. ¡Tía, la caja!, grité. ¡La caja!, repite la niña excitada. Josefina me hacía daño; parecía querer arrancarme el brazo. Quería regresar a por ella, a por la preciosa caja mágica. Le había prometido a Águeda que la cuidaría. La caja, que estaba allí, volcada sobre la hierba. Y a cada segundo la distancia que nos separaba era mayor. Había unos cien metros. Sólo tardaría un minuto. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, me solté del brazo de mi tía y eché a correr. Y se diría que la niña, a pesar de permanecer apoyada en los almohadones, corre también conmigo. Josefina me llamó con un grito desquiciado. ¡Daniela! Su oído le advertía de la cercanía de uno de los aviones. ¡Niña del demonio!, la oí gritar. Llegué al lugar donde se encontraba la caja y me agaché a recogerla. Al hacerlo sentí que la tierra temblaba, a la vez que yo saltaba por los aires. Durante unos segundos mis pies dejaron de estar en contacto con el suelo. Volaba. Luego estaba de nuevo sobre la hierba y reconocí el sabor de la tierra en la boca. Feliz, sentí el tacto de la cajita en mis dedos. Me tapé la nariz, agobiada por el intenso humo que me rodeaba. Cuando se disipó levemente, pude ver que a mi alrededor había un gran boquete en el suelo. Abundaban los árboles destrozados. Pero lo verdaderamente extraño era aquel silencio. Josefina estaba también en el suelo, justo allí donde se había detenido a esperarme. Me levanté como pude y fui a su lado. Por suerte estaba boca abajo, al menos así no veía su rostro disgustado al haberla desobedecido. Tiré suavemente de su manga, manchada de polvo y tierra. Vamos, tía. No te enfades. La empujé. Intenté mover su cuerpo, pero pesaba mucho. ¿Debía ir a buscar ayuda? Aunque la granja de los abuelos no debía de quedar lejos, me había desorientado. Y estaba muy cansada, tanto que me dejé caer al suelo y me pegué al cuerpo de mi tía. Con mi brazo rodeé su cintura, como hacía con mi madre cuando me dejaba dormir con ella. Mi mano izquierda seguía sujetando la cajita. Entrecerré los ojos. Mi mirada ya no seguía los aviones que aún volaban sobre el pueblo. Ya no buscaba el rastro de las llamas en el cielo. aquellas llamas que iban devorando lo que un día fue mi casa, mi mundo. ¿Lo ves, tía?, le dije. Me voy a portar bien. Me voy a estar muy quieta hasta que te despiertes. El silencio en el que me había sumido me producía una extraña paz. Así, sin ruido, la tarde parecía otra. Y así, acurrucada junto a ella, amparada por el silencio de mis oídos rotos, sintiendo los últimos rayos del sol, di cuerda a la caja de música. Abrí la tapa preocupada, pero para mi satisfacción la bailarina se levantó de inmediato. A causa de la sordera no sabía si el engranaje que producía la música funcionaba todavía, pero no importaba; la canción estaba dentro de mi cabeza. La entoné y la bailarina, Engracia de Dios, bailó ante los espejos, como si nada, absolutamente nada, hubiera sucedido. La niña descansa su cabeza sobre un almohadón. Percibo claramente las ojeras azules que delatan su enfermedad. Sostiene con las dos manos la caja de música, apoyada sobre su vientre. ¿Por qué no le devolviste la caja a Águeda, abuela?, me pregunta con un hilo de voz. No tuve ocasión. Su casa fue una de las primeras en ser alcanzadas por las bombas, le respondo. Águeda, con el resto de su familia, se había escondido en el sótano. Entre los escombros encontramos el búho. Tenía las alas chamuscadas. La niña, súbitamente agotada, se está yendo al mundo de los sueños. Espero unos minutos antes de coger la caja, pero al sentir mi mano se incorpora sobresaltada. ¿Estás segura de que es una caja mágica?, me pregunta abriendo los ojos. Claro, le contesto. ¿Todavía lo dudas después de lo que te he contado? Entonces quiero dormir con ella, me dice. Asiento y ella tranquila vuelve a cerrar los ojos. Me levanto para apagar la luz cenital y, sin contenerme, mis labios rozan su cabeza calva. Ella musita algo en sueños, unos sueños en los que se siente protegida por la bailarina que, con sus brazos alzados, gira incansable. Gira, gira y gira. Y sigue girando, mientras en el exterior una fina lluvia comienza a caer sobre la ciudad dormida.

Pseudónimo: Genoveva Rouge